Él nació bajo el miedo. Así que vivió con miedo toda su vida. No como algo malo, para él el miedo era su hogar. Era un sitio donde se sentía seguro. Era aquel lugar al que iba en su mente donde se estaba quieto, donde nada cambiaba, donde todo permanecía siempre igual. Porque el miedo era eso: miedo al cambio, miedo a ir a peor. Ahora estás mal, pero no cambies nada, porque quizás sea peor. Era su ley. La frase que su vocecita interior le repetía una y otra vez.
El miedo es ese manto protector donde no existen los riesgos y que nos protege de los cambios, de nuevos desafíos, de nuevas experiencias. Nos mantiene dentro de nuestra burbuja, esa cúpula invisible contra la que rebota todo lo desconocido.
Yo soy mi propio miedo. Yo decido lo que entra en mi burbuja y lo que se queda fuera. Yo decido mis miedos. No está mal vivir con miedo porque el miedo forma parte de mi y quiero que me acompañe en mi vida como mi ángel de la guarda que evita que algo me haga daño.
Si no tengo miedo, ¿a dónde voy a ir cuando busque refugio? ¿qué manto me tapará cuando haga frío? ¿dónde meteré la cabeza cuando necesite ocultarme de los demás?
No quiero vivir sin miedo. Quiero ser el miedo.