De chico solía ir en bicicleta los fines de semana. No todos; quizás uno o dos al mes. Era una sensación que me encantaba. Allí en mi soledad, a 15 kms de mi casa donde lo único que me permite volver a casa es seguir pedaleando. No tenía más opiciones.
Aunque normalmente pedaleaba hasta un pueblo cerca de la ciudad, un sábado por la tarde fui hasta la universidad. Estaba en lo alto de una montaña así que aunque al principio sería todo cuesta arriba, la vuelta tendría que ser una sensación increíble.
Y vaya si lo fue.
Al poco de empezar el regreso a casa, bajando por la carretera la montaña, empezó a llover. En mi cara impactaban las gotas de lluvia, el frío y el viento. Los huesos totalmente calados. Pero con una sonrisa de oreja a oreja.
Me sentía vivo. Y nunca volví a tener una sensación como aquella.