Después de horas y horas por fin su cuerpo descansaba encima de la cama. Él la observaba tan cerca que le movía el pelo con el aire de su respiración. Ella permanecía, por fin, con el cuerpo inmóvil. Inconsciente de la realidad que la rodeada.
El chico se levantó y observó por la ventana. El desierto mexicano alcanzaba el horizonte. Apenas una carretera cruzaba por delante, a unos metros de la entrada de la pequeña casa en la que se encontraban. Fue hasta la habitación de al lado, la cocina, y se preparó un café. Abrió la puerta para sentarse en un pequeño banco de piedra pegado a la fachada del edificio. Allí observó el desierto, vacío y arenoso, con el Sol asomando desde el este inaugurando un día que para ellos transcurriría en esa casa.
«Ojalá siempre con ella, aunque sea en esta casa». Pensó, asegurándose de no hacerlo en alto para no ser escuchado por su novia.
Ella, aunque cansada, le había escuchado hacerse el café. No abrió los ojos, no le hizo falta para adivinar sus movimientos, pero permaneció lo suficientemente atenta como para escuchar sus pasos sobre la gravilla y sentarse en el banco de piedra con un leve quejido.
«Ojalá siempre con él, aunque sea en esta casa». Pensó para ella misma, al tiempo que cerraba los ojos y se sumía en un sueño que duraría hasta el ocaso.