El chico miró la fuente. Estaba, como siempre, llena de agua. De hecho nunca dejó de estarlo durante los últimos veinticinco años. Estaba tan hipnotizado con el baile del agua que no se dio cuenta cuando ella apareció a sus espaldas hasta que le dio un abrazo por la cintura. Él se sobresaltó pero enseguida dejó que su cuerpo se llevase por el baile de los brazos que le rodeaban. Se sintió inmovilizado en el calor de unas manos cuya suavidad era única y por lo tanto personal y reconocible al primer roce.
– Qué bien que estés aquí. – Dijo ya con los ojos cerrados.
– Siempre te estuve observando. – Le susurró ella al oído apoyando el mentón en su hombro.
– Entonces, ¿ya no te volverás a ir?
Abrió los ojos y vio que el abrazo ya no estaba. Al girar se descubrió otra vez solo. Volvió a mirar la fuente que seguía incansable haciendo bailar el agua en el aire. La buscó con la vista durante unos eternos segundos hasta que comprendió que ya se había marchado.
Al pasar la fuente, debajo de un cerezo, encontró su tumba y dejó descansar un ramo de flores.
– Seguiré viniendo a verte. Otros veinticinco años.