El cielo estaba naranja. Aunque le parecía que había una gran luz en lo alto, la verdad es que la densa niebla mezclada con ceniza hacía imposible saber si el Sol estaba ahí fuera o no. Toda la luz que le iluminaba venía del interior de la Tierra. Una luz naranja, fuerte y oscura.
Con mil ríos de lava a su alrededor apenas podía moverse de la pequeña isla de tierra fría en la que afortunadamente pudo aterrizar. Al menos estaba en un lugar seguro. Pero, ¿para qué quería estar seguro? La Tierra estaba siendo destrozada. Abriéndose desde el interior y sacando todas sus entrañas. ¿Cómo estaría el resto del planeta? Cuando volaba apenas pudo ver más allá de unos cuantos kilómetros. Pero viendo la destrucción que reinaba en todo cuanto le alcanzaba la vista y sin rastro de ningún tipo de vida animal daba por hecho de que posiblemente el resto del planeta se encontraba ya totalmente destrozado. Tenía sentido si pensaba en los fallos en las comunicaciones que se habían estado produciendo desde hacía unos días.
Ahora tan solo podía sentarse en un montículo de arena. Observando como el planeta llevaba a todo ser viviente a la muerte. Viendo como el ciclo de la vida volvía a empezar. Vida – muerte – vida – muerte. Lo dinosaurios no pudieron vencerle y los humanos tampoco. Quizás dentro de millones de años cuando vuelva a resurgir la vida, lo haga en una forma más inteligente, más adaptada y sepa como sobrevivir en su planeta.
Sin futuro decidió no retrasar más la evolución. Buscó por los límites de la isla la grieta más grande y más profunda. Y saltó.