Él decía de sí mismo que había nacido en la carretera. En un cruce de caminos donde eligió el que más largo le parecía. Siempre hacía eso cuando llegaba a un cruce.
De chaval se ganaba la vida trabajando en las estaciones de servicio y en las gasolineras. Antes no era como ahora, donde todos coches viajan en largas distancias a través de autopistas y autovías, los verdaderos viajeros lo hacían a través de carreteras nacionales, donde no llegan los mapas ni los gps.
Su vida fue así hasta que llegó a la Capital. Esa gran ciudad llena de rascacielos y la población de vagabundos y trotamundos era bastante considerable, ya que la riqueza en la ciudad estaba repartida entre la gente de los altos edificios.
Para él era todo nuevo allí, eso era igual que cualquier persona, independientemente de su clase social, todos sufrían al llegar a aquella ciudad donde nadie conoce a nadie.
Se ganaba la vida trabajando como barrendero para algún restaurante donde le daban en una bolsa las sobras o la comida que había caído al suelo. Él estaba preparado para hacer cualquier trabajo que una persona «bien» no era capaz de realizar.
Vivía en un callejón oscuro, tan oscuro que sus escasas pertenencias y su propio cuerpo al dormir, se hacían completamente invisibles para los demás.
Esta es la vida del pobre hombre, contento con él mismo y con su forma de ser, que no tiene mucho dinero pero sí muchas ganas de vivir.
La vida pasa ante nuestros ojos y recorremos el tiempo como trotamundos (o trotatiempos) que pasean desde aquí hasta allá sin un rumbo fijo. ¿Cuál es nuestra meta? La Capital del Destino es inacalzable para muchos y pasada de largo por otros.